divendres, 9 de març del 2012

Sobre cómo hablar y estar ausente


Aquella noche me fui a dormir hacia las dos de la mañana, y me desperté casi al alba. No vi la razón, pero caí en una hondonada, me suele ocurrir sin previa alarma. Entonces entró algo de luz por la ventana e iluminó toda mi cara. Decidí salir a pasear para así recorrer lo que va de la luz al miedo, con el fin de encontrarte justo en el medio.

La sombra de los árboles frondosos en movimiento acariciaba de vez en cuando mi cuerpo, y aunque no lo notara, era agradable, lo recuerdo bien. El cielo lluvioso, repleto de nubes tímidas y todo ese espacio cargado de oxígeno me impedían respirar con calma. Me ahogaba, me elevaba. Era tan puro el aire, que apenas podía notarlo. Bajo ese cielo lluvioso estaba yo. Cruzada de brazos, de pié, apretando con fuerza las muelas, cerrando de vez en cuando los ojos y mojándome suavemente los labios, como si del desierto se tratara el paisaje que me rodeaba, cuando en realidad, era el aire el que me daba sed.

Había olvidado el reloj en casa, pero sabía perfectamente la hora que era. Estaba bien entrenada para medir el tiempo en latidos, de hecho, cuando las agujas del corazón marcaban en punto, el “cucú” acentuaba mi estado de ánimo. Las horas punta de mis días felices eran lo más maravilloso que podía experimentar una persona, pero, al igual que tuve esos días felices, también los tuve tristes y de dolor. Y esos días… esos días me obligaban a todo y nada al mismo tiempo.

Aquel día, de pié ante aquel paraje limpio y tranquilo, cuando mi corazón marcó la media tarde, casi anocheciendo, proyecté y planeé qué es lo que uno hace al creer que se va a romper, y que tiene que hacer para cambiar la suerte alguna vez.

Solo de noche mi subconsciente me despertaba, a altas horas de la noche mi cabeza trabajaba sin descanso. Ni siquiera la luna compensaba tal sufrimiento. Soñaba y añoraba, lo hacía a menudo. Recordaba todo aquello que nunca sucedió, y caí en la conclusión de que lo que tenía ya no lo quería y que lo que quería lo había vuelto a perder, caí en la conclusión de que todo había sido un simulacro de evasión producto del miedo. Por eso lloraba y reía al mismo tiempo, pensando que en realidad lo que dicta el corazón, aunque sea pedir perdón, merece una opinión muy distinguida, te devuelve en cierto modo a la vida. No estaba segura de estar en lo cierto, pero sin embargo aquel día me convencí.

Cuando con un latido el cucú marcó la media noche, la tormenta se adueño del ahora paraje oscuro y mi cabeza esa noche dejo de trabajar para dar paso al descanso y a un nuevo día.