Me muevo entre árboles frondosos. Sus troncos son húmedos y verdes, muy verdes. El aire que respiro es de ese que da vértigo. Limpio. Me duelen los pies de la humedad, pero el sol lo intenta calmar. Hace frío y tengo calor. Tengo frío y hace calor. A lo lejos veo el océano. Los árboles que me rodean lo fraccionan, y la neblina, pero puedo ver el horizonte.
Allí estaba ese azul, como los ojos que dejan mudo a quien los mira. Cristalino, casi transparente, y en calma, como una balsa. Allí, donde nadie antes se había atrevido a entrar.
Después de abrir aquella puerta perezosa, me desperté, y no había mar, ni había océano, ni ojos. No eran más que el frío del escritorio y el calor del flexo que, con pestañeos, me recordaban que tenía que seguir memorizando fechas. Y no eran más que las cuatro. De la mañana, claro.