Debería estar durmiendo. Quizás estudiando para el último examen que me tiene los ojos inyectados en sangre y el alma en vilo. Las ganas de volar. Pero, el caso es que sigo aquí, y por suerte, el motivo hoy es otro. Me ha vuelto a atrapar la literatura, el periodismo, la orfebrería de uno de mis grandes modelos a seguir: Manuel Vicent. Su sensibilidad me cautiva en todos y cada uno de sus textos. Pasión por la lectura. El no querer terminar, las ansias de empezar. Envidia por querer también plasmar toda esa sensibilidad, la que uno tiene, que no tiene todo el mundo, a través de las palabras. El poder hacerlo, el querer, el querer es poder. Creo que casi no puedo explicar lo que me transiten sus palabras, y este texto, su maravilla.
Un "buenas noches" perfecto, y eso que desde aquí es imposible ver la luna, ni siquiera su luz. Perfecto, o casi. Quizás, a pesar de tan maravillosas palabras, siga faltando alguna más, y sea eso lo que no me deja conciliar el sueño.
Al menos ya pestañeo, y eso es buena señal.
Mas allá - Manuel Vicent
Según la filosofía de Platón las verdades absolutas existen por sí
mismas en las esferas celestes. En ese cielo vuelan también las almas antes de
descender sobre los cuerpos. Durante ese vuelo, que es el sueño eterno, las
almas quedan imantadas por esas ideas metafísicas y nuestro pensamiento solo es
la forma de volver a soñarlas.
No me gusta el cielo de Platón porque allí no está mi caja de gusanos de seda que criaba de niño ni la bicicleta Orbea que me llevaba a la playa. Todos tenemos derecho a construirnos la propia eternidad, no con verdades absolutas, sino con las sensaciones placenteras que la experiencia nos haya regalado a lo largo de la vida.
Si creara el cielo a mi antojo, allí tendría que haber un garito lleno de humo donde Miles Davis tocara blues y yo pudiera fumar de nuevo Lucky Strike sin que me perjudicara, puesto que sería ya inmortal. No muy lejos estaría Albert Camus sentado en una mesa del Café Flore de París, con gabardina blanca, escribiendo un artículo para Combat, el periódico de la Resistencia. Esas mujeres desnudas de Matisse que danzan en círculo agarradas de las manos liberarían la misma sensación de felicidad bailando en una pradera y yo las conocería por sus nombres.
Sería imprescindible que más allá de las nubes hubiera una estación de tren, aunque solo fuera para que esta vez Ingrid Bergman acudiera a la cita con Bogart en su huida hacia Casablanca, mientras en los andenes otros amantes se besarían con lágrimas entre humo de carbonilla.
En el cielo de Platón no existe ninguna taberna del puerto donde sirvan la cerveza muy helada. Habría que inventarla. En ella algunos marineros con muñones de tiburón me contarían historias de navegaciones señalando sobre una carta náutica la travesía hacia una isla con acantilados de mármol.
Si pudiera también me llevaría el cielo a la niebla de un cuadro de Turner para los momentos de melancolía y el sonido de las chicharras a la hora de esas siestas de amor en verano que te dejan al despertar un hilillo de baba en la mejilla feliz. Tampoco sería nada la eternidad sin mi libreta de apuntes de tapas azules. En el garito de jazz, mientras la trompeta de Miles Davis hablara, bajo una densa luz color fresa repasaría alguna nota que en ella escribí un día: cualquiera que sea mi destino, siempre habrá para nosotros un punto en las estrellas.
Sentada junto a la barra del garito entonces descubriría que una mujer sonríe con una copa en la mano y cómo Ingrid Bergman, después de mil años, también había acudido a la cita.
No me gusta el cielo de Platón porque allí no está mi caja de gusanos de seda que criaba de niño ni la bicicleta Orbea que me llevaba a la playa. Todos tenemos derecho a construirnos la propia eternidad, no con verdades absolutas, sino con las sensaciones placenteras que la experiencia nos haya regalado a lo largo de la vida.
Si creara el cielo a mi antojo, allí tendría que haber un garito lleno de humo donde Miles Davis tocara blues y yo pudiera fumar de nuevo Lucky Strike sin que me perjudicara, puesto que sería ya inmortal. No muy lejos estaría Albert Camus sentado en una mesa del Café Flore de París, con gabardina blanca, escribiendo un artículo para Combat, el periódico de la Resistencia. Esas mujeres desnudas de Matisse que danzan en círculo agarradas de las manos liberarían la misma sensación de felicidad bailando en una pradera y yo las conocería por sus nombres.
Sería imprescindible que más allá de las nubes hubiera una estación de tren, aunque solo fuera para que esta vez Ingrid Bergman acudiera a la cita con Bogart en su huida hacia Casablanca, mientras en los andenes otros amantes se besarían con lágrimas entre humo de carbonilla.
En el cielo de Platón no existe ninguna taberna del puerto donde sirvan la cerveza muy helada. Habría que inventarla. En ella algunos marineros con muñones de tiburón me contarían historias de navegaciones señalando sobre una carta náutica la travesía hacia una isla con acantilados de mármol.
Si pudiera también me llevaría el cielo a la niebla de un cuadro de Turner para los momentos de melancolía y el sonido de las chicharras a la hora de esas siestas de amor en verano que te dejan al despertar un hilillo de baba en la mejilla feliz. Tampoco sería nada la eternidad sin mi libreta de apuntes de tapas azules. En el garito de jazz, mientras la trompeta de Miles Davis hablara, bajo una densa luz color fresa repasaría alguna nota que en ella escribí un día: cualquiera que sea mi destino, siempre habrá para nosotros un punto en las estrellas.
Sentada junto a la barra del garito entonces descubriría que una mujer sonríe con una copa en la mano y cómo Ingrid Bergman, después de mil años, también había acudido a la cita.
