Gota a gota, con el tiempo lento y descuidado, se ha empapado el cristal. Y cada vez es más oscura la habitación. Una oscuridad que se ve, pero que también se escucha. No consigo encontrar la frecuencia exacta, tampoco en la radio. Y afuera solo se escuchan truenos, y el trajín de siempre. Siempre hay idas y venidas.
Aquí dentro, solo distorsión y el recuerdo de alguien cogiéndome de la mano por la diagonal. La imagen es borrosa, y la memoria demasiado caprichosa. Se sucede una imagen tras otra, y todavía no logro captar si se tratan de recuerdos o de solo caprichos. Se suceden, y se entrelazan como las frecuencias de la radio de la mesita de noche, que acaba mezclando tertulias, avemarías, guitarras y música clásica. Pero solo en los días de tormenta. Es lo más parecido a una cabeza humana. A una cabeza con demasiada cabeza.
Parece que la lluvia se vuelve mansa, como la de las noches árticas de agosto en la playa o la de los atardeceres de pies enterrados en arena fría y suave, como la de los contrastes de verano.
Cierro los ojos. Las imágenes se vuelven nítidas. Gotas salpicando en un mar en calma. Azul, muy azul, y de recuerdo lejano, físicamente lejana. Gotas que se deslizan por el lagrimal, de las que envenenan y de las que sanan. Gotas en las pestañas. Los giros porque sí bajo la lluvia, con los dos brazos a punto de echar a volar. El giro inesperado porque alguien pronuncia tu nombre. Y antes de efectuar el giro, aun rápido e inesperado, lo nítido se vuelve negro. Negro nítido. Un trueno acaba con la imagen, la radio, la luz y lo que estoy escribiendo.
Afuera y adentro, demasiada lluvia. Solo ruido. Y aun con la ventana cerrada, papel mojado. Necesito Sol.
Memoria en dos. El cielo de febrero, Albacete.

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